Un viaje


Por fin tomamos el camino que nos lleva a la ermita. Fuera del coche empezamos a caminar, andamos pensando en lo que hemos dejado atrás, alzamos la vista y vemos los paisajes –es lo más importante-, andamos y miramos, de repente nos damos cuenta, bajamos la cabeza y continuamos caminando.

El terreno se asemeja a otros tapices que hemos visto. La piedra gris que emerge de la arcilla en terrazas y el musgo negruzco que las recubre nos recuerda la corteza de los chopos, que son costras de las sucesivas heridas del tiempo.

-¡Ah, sí! Eso dijo Federico que está para la nieve, y la cuestión es que funciona.

Cobijas recubiertas de musgo, otra vez el renegrido musgo, me recuerda a los chopos…

Piedrecillas blancas –caliza, supongo- sobre fondo ocre -¿te acuerdas de las ovejas pastando inmóviles?, parecían un belén-. Y el tomillo, el espliego…

“Huelen a lana, huelen a lana,

dicen que los pastores huelen a lana,

a tomillo, romero y a mejorana”

(Jota popular alcarreña)

Pero el terreno no sólo somete la vista por sus colores y texturas -¡más quisiera ella escapar!-, es el movimiento el que compromete, pues si no miras puedes acabar cayéndote. Manto virgen que mientras se anda por él los sentidos quedan atrapados: la vista por la belleza y prudencia; el oído, de las ramas pisadas que estallan en mil fragancias que suben más arriba de la pituitaria, al recuerdo de la infancia; el tacto, de las piedras que dan un masaje de dolor en la planta de los pies, si no te lo tuerces antes, aunque todo se olvida ante el agudo pinchazo de un cardo;

-¿Y el gusto?

-Calla, y no hables de comida que estoy intentando alimentar el espíritu.

El camino te lleva por fin a la peña donde te puedes sentar; descansas. El alma se dispara como una saeta detrás de la vista, ya no hay obstáculos. El chocar cercano de las olas contra la roca que eran tus pisadas ha dado paso a la contemplación serena del horizonte –lo que ahora contemplo es lo que antes miraba-. El tiempo pasa sin apreciarlo, tantas cosas pasan, podría iniciar otro viaje sin moverme del sitio, ¿el tiempo pasa o se para? El pecho, que llegó jadeante, se inflama. Todo escapa a cualquier control y se deja atrás, como el viaje de venida.

Experimenté algo, lo saludé, pero tuve que decir “hasta luego”.

¿Cuándo me cubrirán de nuevo esos mantos?

Un viaje a San Baudelio de Berlanga
Publicado en febrero de 2003 en “Silencios”
Revista de creación y pensamiento literario

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