Toledo

Bajas acelerado por la pendiente de la cuesta; tampoco es que vayas corriendo, pero sí más rápido de lo normal, metido en ese laberinto de quiebros y fachadas, donde ningún elemento te da referencia exacta: una cornisa continua, una perspectiva, la línea del horizonte, la modulación de una fachada y sus partes, puertas, ventanas…

Todo, menos el cielo raso, tiene ese aspecto orgánico, natural; todo es igual y todo es diferente, lo suficientemente igual y lo suficientemente distinto para no orientarse y no perderse, para ser familiar y no aburrido ¡Cuántas veces, pasando por delante de una iglesia mudéjar, nos hemos preguntado si sería la misma que hemos dejado atrás!

Aquí, basta un día para conocer un lugar y unas horas para reconocerlo, pero esto no nos libra de la sorpresa, del sobresalto, de la emoción.

Bajando deprisa esa calle empinada, de pronto te paras. Ya no te dejas caer como una gota que viene de ese cielo que es el único referente invariable; ya no miras al suelo que te lleva, ni a las paredes que te contienen; a la izquierda aparece un callejón, también algo tortuoso, pero se ve el fondo, está cerrado; sabes que no continúa pero te pica la curiosidad; antes te pasó lo mismo con otro rincón sin salida, y hasta que no llegaste al final no lo supiste, aunque mereció la pena ver ese hermoso rincón en parte emparrado.

Intentas recuperar el aliento perdido por la velocidad, te paras y durante unos segundos piensas si entrar, y lo haces.

Primero un tramo cubierto, tal vez esta primera sombra hace que la sorpresa funcione, porque enmarca el callejón en su profundidad, no te pierde en la vertical, como pasa en Petra, ya lo harás. Sí, venimos de un espacio dinámico y alborotado y de repente nos sentimos atraídos por un remanso, espacio sereno, donde la vertical, a diferencia de la cuesta anterior, aparece de forma puntual, dando ritmo, pausa, cualificando el espacio, no como las celosías de la sinagoga que lo llenaban y lo bañaban de luz.

Toda la cuesta es fresca, pero al meternos bajo la sombra, la temperatura cambia ¡parece más caliente! Tal vez sea el sofoco que nos provoca el parón brusco. Pero ya estamos dentro, ¡Adentro!

Todo es más lento, y ahora vibramos, no por la velocidad, sino por la calma. Vemos más cosas. Podríamos medirlas, dibujarlas. Todos es más controlable, y todo nos envuelve, nos rodea.

Según andamos aparece el patio, la luz. Miramos arriba y… otra vez aparece ¡el desorden? No sé, son cornisas que sirven de marco descuajeringado del cielo continuo, fluido.

Podemos continuar andando, esta visión no nos para. Nos volvemos a meter en la sombra, ¡otro cambio de ánimo, de temperatura! Por fin el fin ¿el fin? Parece que sí; de frente, en otro patio, sólo queda una puerta cuyo color la hace confundirse con el muro; arriba, otra vez el cielo; detrás, el regreso. Pero, el azar nos tenía guardad otra sorpresa. En la segunda sombra, una puerta baja, más bien hundida, y abierta, que da a un portal oscuro al que se llega bajando dos escalones, y que tiene al final otra puerta entreabierta, con luz ¡luz natural!

¿De dónde viene? Intuimos que de un patio. El impulso para entra es mayor aun qué el primero, cuando estábamos fuera del callejón, ¿cómo será ese nuevo patio? Patio privado, domestico, personalizado. Ya no nos mostrará una fachada exterior. Será un interior, la expresión de una vida intima. El respeto a esta intimidad, a esta vida social por ser la de una familia, pero al fin y al cabo vida íntima, nos hace contener nuestra curiosidad. No nos hace ser irrespetuosos, aunque otras veces lo hayamos sido.

El respeto se ve recompensado con la imaginación, es más sugerente pensar que hay dentro, sobre todo si ponemos buena intención, pensando que lo que hay dentro es lo más bello del mundo. Pero esta curiosidad respetuosa, que quiere ser benevolente, buscando el bien de las cosas por lo que se proyecta en ellas, no sólo mueve la imaginación, sino que también mueve la voluntad en ese afán de proyectarse; no se contenta con un proceso interior, no se conforma con comprender, sino que exige más, y de repente lo encuentra: ¡una ventana a mayor altura que la puerta, pero a su lado, deja ver el patio! Aunque hay que saltar algo, se vislumbra.

Vi el patio. Pero, ¡sólo podría vivirlo si conociera a sus habitantes! ¿Qué es la arquitectura sin sus habitantes…?

…una emoción.

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